Tradición
y tradicionalismo
René
Guenón
Capítulo
XXXI de “El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos”
Hablando
propiamente, la falsificación de todas las cosas, que es, como lo
hemos dicho, uno de los rasgos característicos de nuestra época, no
es todavía la subversión, pero contribuye bastante directamente a
prepararla; lo que lo muestra quizás mejor, es lo que se puede
llamar la falsificación del lenguaje, es decir, el empleo abusivo de
algunas palabras desviadas de su verdadero sentido, empleo que, en
cierto modo, es impuesto por una sugestión constante por parte de
todos aquellos que, a un título o a otro, ejercen una influencia
cualquiera sobre la mentalidad pública. En eso ya no se trata solo
de esa degeneración a la que hemos hecho alusión más atrás, y por
la que muchas palabras han llegado ha perder el sentido cualitativo
que tenían en el origen, para no guardar ya más que un sentido
completamente cuantitativo; se trata más bien de un «vuelco» por
el que algunas palabras son aplicadas a cosas a las que no convienen
de ninguna manera, y que a veces son incluso opuestas a lo que
significan normalmente. Ante todo, en eso hay un síntoma evidente de
la confusión intelectual que reina por todas partes en el mundo
actual; pero es menester no olvidar que esta confusión misma es
querida por lo que se oculta detrás de toda la desviación moderna;
esta reflexión se impone concretamente cuando se ven surgir, desde
diversos lados a la vez, tentativas de utilización ilegítima de la
idea misma de «tradición» por gentes que querrían asimilar
indebidamente lo que ésta implica a sus propias concepciones en un
dominio cualquiera. Bien entendido, no se trata de sospechar de la
buena fe de los unos o de los otros, ya que, en muchos casos, puede
muy bien que no haya otra cosa que incomprehensión pura y simple; la
ignorancia de la mayoría de nuestros contemporáneos al respecto de
todo lo que posee un carácter realmente tradicional es tan completa
que ni siquiera hay lugar a sorprenderse de ello; pero, al mismo
tiempo, uno está forzado a reconocer también que esos errores de
interpretación y esas equivocaciones involuntarias sirven demasiado
bien a ciertos «planes» para que no esté permitido preguntarse si
su difusión creciente no será debida a alguna de esas «sugestiones»
que dominan la mentalidad moderna y que, precisamente, tienden
siempre en el fondo a la destrucción de todo lo que es tradición en
el verdadero sentido de esta palabra.
La
mentalidad moderna misma, en todo lo que la caracteriza
específicamente como tal, no es en suma, lo repetimos todavía una
vez más (ya que son cosas sobre las que nunca se podría insistir
demasiado), más que el producto de una vasta sugestión colectiva,
que, al ejercerse continuamente en el curso de varios siglos, ha
determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu
antitradicional, en el que se resume en definitiva todo el conjunto
de los rasgos distintivos de esta mentalidad.
Pero,
por poderosa y por hábil que sea esta sugestión, puede llegar no
obstante un momento donde el estado de desorden y de desequilibrio
que resulta de ella devenga tan manifiesto que algunos ya no puedan
dejar de apercibirse de él, y entonces existe el riesgo de que
produzca una «reacción» que comprometa ese resultado mismo; parece
efectivamente que hoy día las cosas estén justamente en ese punto,
y es destacable que este momento coincide precisamente, por una
suerte de «lógica inmanente», con aquel donde se termina la fase
pura y simplemente negativa de la desviación moderna, representada
por la dominación completa e incontestada de la mentalidad
materialista. Es aquí donde interviene eficazmente, para desviar
esta «reacción» de la meta hacia la que tiende, la falsificación
de la idea tradicional, hecha posible por la ignorancia de la que
hemos hablado hace un momento, y que no es, ella misma, más que uno
de los efectos de la fase negativa: la idea misma de la tradición ha
sido destruida hasta tal punto que aquellos que aspiran a recuperarla
no saben ya de qué lado inclinarse, y no están sino enormemente
dispuestos a aceptar todas las falsas ideas que se les presentan en
su lugar y bajo su nombre. Esos se han dado cuenta, al menos hasta un
cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones
abiertamente antitradicionales, y de que las creencias que se les
habían impuesto así no representaban más que error y decepción;
ciertamente, se trata de algo en el sentido de la «reacción» que
acabamos de decir, pero, a pesar de todo, si las cosas se quedan en
eso, ningún resultado efectivo puede seguirse de ello. Uno se
apercibe bien de ello al leer los escritos, cada vez menos raros,
donde se encuentran las críticas más justas con respecto a la
«civilización» actual, pero donde, como ya lo decíamos
precedentemente, los medios considerados para remediar los males así
denunciados tienen un carácter extrañamente desproporcionado e
insignificante, infantil incluso en cierto modo: proyectos
«escolares» o «académicos», se podría decir, pero nada más, y,
sobre todo, nada que dé testimonio del menor conocimiento de orden
profundo. Es en esta etapa donde el esfuerzo, por loable y por
meritorio que sea, puede dejarse desviar fácil mente hacia
actividades que, a su manera y a pesar de algunas apariencias, no
harán más que contribuir finalmente a acrecentar todavía el
desorden y la confusión de esta «civilización» cuyo
enderezamiento se considera que deben operar.
Aquellos
de los que acabamos de hablar son los que se pueden calificar
propiamente de «tradicionalistas», es decir, aquellos que tienen
solo una suerte de tendencia o de aspiración hacia la tradición,
sin ningún conocimiento real de ésta; se puede medir por eso toda
la distancia que separa el espíritu «tradicionalista» del
verdadero espíritu tradicional, que implica al contrario
esencialmente un tal conocimiento, y que no forma en cierto modo más
que uno con este conocimiento mismo. En suma, el «tradicionalista»
no es y no puede ser mas que un simple «buscador», y es por eso por
lo que está siempre en peligro de extraviarse, puesto que no está
en posesión de los principios que son los únicos que le darían una
dirección infalible; y ese peligro será naturalmente tanto mayor
cuanto que encontrará en su camino, como otras tantas emboscadas,
todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de ilusión que tiene
un interés capital en impedirle llegar al verdadero término de su
búsqueda. Es evidente, en efecto, que ese poder no puede mantenerse
y continuar ejerciendo su acción sino a condición de que toda
restauración de la idea tradicional sea hecha imposible, y eso más
que nunca en el momento donde se apresta a ir más lejos en el
sentido de la subversión, lo que constituye, como lo hemos
explicado, la segunda fase de esta acción. Así pues, es tanto más
importante para él desviar las investigaciones que tienden hacia el
conocimiento tradicional cuanto que, por otra parte, estas
investigaciones, al recaer sobre los orígenes y las causas reales de
la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar algo de su
propia naturaleza y de sus medios de influencia; hay en eso, para él,
dos necesidades en cierto modo complementarias la una de la otra, y
que, en el fondo, se podrían considerar incluso como los dos
aspectos positivo y negativo de una misma exigencia fundamental de su
dominación.
A
un grado o a otro, todos los empleos abusivos de la palabra
«tradición» pueden servir a este fin, comenzando por el más
vulgar de todos, el que la hace sinónimo de «costumbre» o de
«uso», provocando con eso una confusión de la tradición con las
cosas más bajamente humanas y más completamente desprovistas de
todo sentido profundo. Pero hay otras deformaciones más sutiles, y
por eso mismo más peligrosas; por lo demás, todas tienen como
carácter común hacer descender la idea de tradición a un nivel
puramente humano, mientras que, antes al contrario, no hay y no puede
haber nada verdaderamente tradicional que no implique un elemento de
orden suprahumano. Ese es en efecto el punto esencial, el que
constituye en cierto modo la definición misma de la tradición y de
todo lo que se vincula a ella; y eso es también, bien entendido, lo
que es menester impedir reconocer a toda costa para mantener la
mentalidad moderna en sus ilusiones, y con mayor razón para darle
todavía otras nuevas, que, muy lejos de concordar con una
restauración de lo suprahumano, deberán dirigir, al contrario, más
efectivamente esta mentalidad hacia las peores modalidades de lo
infrahumano. Por lo demás, para convencerse de la importancia que es
dada a la negación de lo suprahumano por los agentes conscientes e
inconscientes de la desviación moderna, no hay más que ver de qué
modo todos los que pretenden hacerse los «historiadores» de las
religiones y de las otras formas de la tradición (que confunden
generalmente bajo el mismo nombre de «religiones») se obstinan en
explicarlas ante todo por factores exclusivamente humanos; poco
importa que, según las escuelas, esos factores sean psicológicos,
sociales u otros, e incluso la multiplicidad de las explicaciones así
presentadas permite seducir más fácilmente a un mayor número; lo
que es constante, es la voluntad bien decidida de reducirlo todo a lo
humano y de no dejar subsistir nada que lo rebase; y aquellos que
creen en el valor de esta «crítica» destructiva están desde
entonces completamente dispuestos a confundir la tradición con no
importa qué, puesto que ya no hay en efecto, en la idea de ella que
se les ha inculcado, nada que pueda distinguirla realmente de lo que
está desprovisto de todo carácter tradicional. Desde que todo lo
que es de orden puramente humano, por esta razón misma, no podría
ser calificado legítimamente de tradicional, no puede haber, por
ejemplo, «tradición filosófica», ni «tradición científica» en
el sentido moderno y profano de esta palabra; y, bien entendido, no
puede haber tampoco «tradición política», al menos allí donde
falta toda organización social tradicional, lo que es el caso del
mundo occidental actual. No obstante, esas son algunas de las
expresiones que se emplean corrientemente hoy, y que constituyen
otras tantas desnaturalizaciones de la idea de la tradición; no hay
que decir que, si los espíritus «tradicionalistas» de que
hablábamos precedentemente pueden ser llevados a dejarse desviar de
su actividad hacia uno u otro de estos dominios y a limitar a ellos
todos sus esfuerzos, sus aspiraciones se encontraran así
«neutralizadas» y hechas perfectamente inofensivas, ello, si es que
no son utilizadas a veces, sin su conocimiento, en un sentido
completamente opuesto a sus intenciones. Ocurre en efecto que se
llega hasta aplicar el nombre de «tradición» a cosas que por su
naturaleza misma, son tan claramente antitradicionales como es
posible: es así como se habla de «tradición humanista», o
también, de «tradición nacional», cuando el «humanismo» no es
otra cosa que la negación misma de lo suprahumano, y cuando la
constitución de las «nacionalidades» ha sido el medio empleado
para destruir la organización social tradicional de la Edad Media.
¡No habría que sorprenderse, en estas condiciones, si se llegara
algún día a hablar también de «tradición protestante», e
incluso de «tradición laica» o de «tradición revolucionaria»,
o, también, que los materialistas mismos acabaran por proclamarse
los defensores de una «tradición», aunque no fuera más que en
calidad de algo que pertenece ya en gran parte al pasado! Al grado de
confusión mental al que han llegado la gran mayoría de nuestros
contemporáneos, las asociaciones de palabras más manifiestamente
contradictorias ya no tienen nada que pueda hacerles retroceder, y ni
siquiera darles simplemente que reflexionar.
Esto
nos conduce directamente también a otra precisión importante:
cuando algunos, habiéndose apercibido del desorden moderno al
constatar el grado demasiado visible en el que está actualmente
(sobre todo después de que el punto correspondiente al máximo de
«solidificación» ha sido rebasado), quieren «reaccionar» de una
manera o de otra, ¿no es el mejor medio de hacer ineficaz esta
necesidad de reacción orientarles hacia alguna de las etapas
anteriores y menos «avanzadas» de la misma desviación, donde este
desorden no había devenido todavía tan manifiesto y se presentaba,
si se puede decir, bajo exteriores más aceptables para quien no ha
sido completamente cegado por ciertas sugestiones? Todo
«tradicionalista» de intención debe afirmarse normalmente
«antimoderno», pero puede no estar por ello menos afectado, sin
sospecharlo, por las ideas modernas bajo alguna forma más o menos
atenuada, y por eso mismo más difícilmente discernible, pero que,
no obstante, corresponden siempre de hecho a una u otra de las etapas
que estas ideas han recorrido en el curso de su desarrollo; ninguna
concesión, ni siquiera involuntaria o inconsciente, es posible aquí,
ya que, desde su punto de partida a su conclusión actual, e incluso
todavía más allá de ésta, todo se encadena inexorablemente. A
este propósito, agregaremos también esto: el trabajo que tiene como
meta impedir toda «reacción» que apunte más lejos de un retorno a
un desorden menor, disimulando el carácter de éste y haciéndole
pasar por el «orden», se junta muy exactamente con el que se lleva
a cabo, por otra parte, para hacer penetrar el espíritu moderno en
el interior mismo de lo que todavía puede subsistir, en Occidente,
de las organizaciones tradicionales de todo orden; el mismo efecto de
«neutralización» de las fuerzas cuya oposición se podría temer
se obtiene igualmente en los dos casos. Ni siquiera es ya suficiente
hablar de «neutralización», ya que, de la lucha que debe tener
lugar inevitablemente entre elementos que se encuentran así
reducidos, por así decir, al mismo nivel y sobre el mismo terreno, y
cuya hostilidad recíproca ya no representa por eso mismo, en el
fondo, más que la que puede existir entre producciones diversas y
aparentemente contrarias de la misma desviación moderna, no podrá
salir finalmente más que un nuevo acrecentamiento del desorden y de
la confusión, y eso no será todavía más que un paso más hacia la
disolución final.
Desde
el punto de vista tradicional o incluso simplemente
«tradicionalista», entre todas las cosas más o menos incoherentes
que se agitan y entrechocan al presente, entre todos los
«movimientos» exteriores de cualquier género que sean, no hay pues
que «tomar partido» de ninguna manera, según la expresión
empleada comúnmente, ya que sería ser engañado, y, puesto que
detrás de todo eso se ejercen en realidad las mismas influencias,
mezclarse a las luchas queridas y dirigidas invisiblemente por ellas
sería propiamente hacerles el juego; así pues, el solo hecho de
«tomar partido» en estas condiciones constituiría ya en
definitiva, por inconscientemente que fuera, una actitud
verdaderamente antitradicional. No queremos hacer aquí ninguna
aplicación particular, pero debemos constatar al menos, de una
manera completamente general, que, en todo eso, los principios faltan
igualmente por todas partes, aunque, ciertamente, no se haya hablado
nunca tanto de «principios» como se habla hoy día desde todos los
lados, aplicando casi indistintamente esta designación a todo lo que
menos la merece, y a veces incluso a lo que implica al contrario la
negación de todo verdadero principio; y este otro abuso de una
palabra es también muy significativo en cuanto a las tendencias
reales de esta falsificación del lenguaje de la que la desviación
de la palabra «tradición» nos ha proporcionado un ejemplo típico,
ejemplo sobre el que debíamos insistir más particularmente porque
es el que está ligado más directamente al tema de nuestro estudio,
en tanto que la tradición debe dar una visión de conjunto de las
últimas fases del «descenso» cíclico. En efecto, no podemos
detenernos en el punto que representa propiamente el apogeo del
«reino de la cantidad», ya que lo que le sigue se vincula muy
estrechamente a lo que le precede como para poder ser separado de
ello de otro modo que de una manera completamente artificial; no
hacemos «abstracciones», lo que no es en suma más que otra forma
de la «simplificación» tan querida por la mentalidad moderna, sino
que queremos considerar al contrario, tanto como sea posible, la
realidad tal cual es, sin recortar de ella nada esencial para la
comprehensión de las condiciones de la época actual.